El rechazo al pobre es una contradicción
en una democracia inclusiva.Está claro que todos los ciudadanos de cualquier
país se merecen una existencia digna. El reciente libro de la profesora Adela
Cortina titulado Aporofobia es una lectura recomendable para poder analizar las
consecuencias de la aversión a los excluidos o marginados por carecer de medios
económicos suficientes o por padecer discapacidad.
Se rechaza a los diferentes, aunque sean
genios, talentos o superdotados, si no encajan en las prácticas sociales que se
consideran normales. Aunque se podría estar discutiendo horas y horas acerca de
lo que se puede entender por normal y se podría no llegar a un acuerdo.
Es verdad que lo aparentemente
irremediable se puede decir que no lo es. Los graves problemas sociales
causados por la desigualdad económica son solucionables. Todas las personas
pueden dar algo a cambio. Y aunque no fuera así nuestro sentido humanitario nos
debe hacer buscar el bien de todos.
Evidentemente, propiciar e impulsar una
educación basada en los valores éticos de la igualdad y la libertad es
fundamental para el logro de una sociedad más justa y solidaria. Y no es tarea
fácil, si se piensa en el consumismo imperante y en el materialismo feroz y
aplastante que lo invade todo. Y, si a esto se añade el relativismo más
absoluto, no hace falta decir mucho más.
Se vive en la era de la información o en
el mundo digital, pero esto parece que
no supone un conocimiento de que podemos transformar las formas sociales,
la distribución de la riqueza, la organización del trabajo, etcétera.
Se perciben numerosas discriminaciones
en el capitalismo neoliberal actual. Y es necesario el reconocimiento de la
igual dignidad de todas las personas. Por tanto, la compasión y la solidaridad
son algo esencial para la construcción de una realidad más igualitaria.
El desprecio a los pobres es una falta
de inteligencia y una muestra de soberbia intolerable desde la perspectiva de
una moral racional. Ya que como escribe Adela Cortina «desde un punto de vista
ético estigmatizar a otras personas
condenándolas a la exclusión, a la pérdida de reputación, privándoles
del derecho a la participación social es lesivo para sí mismo y destruye
cualquier posibilidad de convivencia justa». Y no se puede afirmar que es
imposible erradicar el hambre y la pobreza, puesto que la actividad económica
mundial se ha multiplicado por cuarenta y nueve
en los últimos ciento ochenta años. Esto indica que existe mucha riqueza
disponible para la eliminación de las
desigualdades injustas, sin ninguna duda. Hace falta voluntad política para
impulsar los cambios económicos necesarios y también para acabar con la corrupción.
Es incuestionable que la renta básica es
algo absolutamente imprescindible, si se quiere acabar de una vez por todas,
con la discriminación económica y la pobreza, en definitiva, con la marginación
o la exclusión.
Otro aspecto que provoca una muy grave
injusticia social es, a mi juicio, la inmensa desigualdad de ingresos de los
ciudadanos. Lo que crea unas diferencias enormes en los niveles de vida de las
personas.
Ya se sabe que las desigualdades económicas son
inevitables, pero las que son grandes deben ser compensadas o contrarrestadas
por normas y regulaciones laborales. Unas diferencias de ingresos
desproporcionadas provocan desajustes sociales y económicos que son muy
perjudiciales para numerosos ciudadanos que no se merecen algo semejante.
La sociedad actual es, en general,
insolidaria y es algo que debe cambiar,
si pretendemos vivir todos mejor y en un auténtico Estado del Bienestar. Lo que
no procede es que casi todo sea una lucha despiadada por la supervivencia en la
que triunfen los más hábiles o los más fuertes a costa de los que lo son menos.
Porque todas las personas tienen derecho a una buena vida que también sea
digna. Y nadie debe ser excluido de la misma.
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